Durante los años que ejercí honrosamente como abogada defensora de derechos humanos, fueron muchas las lecciones aprendidas.
Una de ellas, si no es que la más importante, es mantener viva la identidad de las personas.
La impunidad rampante en Latinoamérica, por citar un ejemplo de los muchos que hay en el mundo, quizá hubiera podido combatirse de una manera más efectiva, de haberse preservado la identidad de las víctimas de cada caso.
Son incontables los sucesos en el mundo, donde quedará la historia sin conocer quiénes fueron sus protagonistas, éstos sin ser honrados, sin recibir la apropiada sepultura, sin recibir justicia.
Pero hilando un poco más fino, como siempre me gusta hacer, no hay daño más grande, que el invisibilizar a una persona. Pretender que no existe, tratarla como el elefante rosa incómodo que todos saben que existe pero que hacen las veces de que no está.
Es siniestro. Porque al matar una persona, se desaparece su físico, pero al borrarle su identidad, se borra su historia, su legado, sus actos. A mis ojos, esto es de las cosas más maquiavélicas que puede hacérsele a alguien.
Para el que no está entendiendo la película, como suelo decir, este “renacer sexual diario” que están teniendo tantos, que un día se sienten rana y al otro día se sienten jirafas y exigen que así se les trate, están cometiendo el acto de autoagresión más grande del mundo, pero lo peor, es que lo hacen con terceros, cuando ayudan e invitan a otros a hacer lo mismo. Es absolutamente aborrecible.
Cuando vemos lo que sucede con las mujeres en Irán, pueden muchos entender la importancia de la identidad. No solo de la identidad biológica (mal llamada de género), sino de la identidad personal.
¿Cuántas mujeres no han sido asesinadas en el Medio Oriente y nunca sabremos su nombre? ¿Cuántas mujeres en el Medio Oriente no han tenido que asumir temporalmente una identidad sexual distinta para no ser asesinadas o para no perder a sus hijos? Ejemplos sobran.
El llamado “dead name” que usan los transgénero para referirse a su identidad biológica, sexual y personal de nacimiento, es una forma según ellos, de borrar y enterrar esa persona en la que nacieron. Pero esto no es así de simple y sencillo como pretenden hacerlo ver. Va mucho más allá.
No solo se entierra y “borra” un nombre, sino una historia familiar, el proceso de concepción, su identidad natural, la cual es imborrable e intransferible, tal como las huellas digitales, aunque les moleste oírlo y lo tachen de “discurso de odio”.
Los gobiernos globalistas, que se están prestando de alfombra para que estas agendas se cumplan a cabalidad, ejercen de forma impecable, la psicopatía en su peor expresión, puesto que tienen de víctima, no a una persona o dos, sino a países enteros, y creo firmemente que pocos entienden la gravedad de esto.
Preservar nuestra identidad en este preciso momento de la historia, más allá de un deber, lo veo como un acto de legítima defensa. En un momento tan oscuro donde las mujeres pasamos a ser “seres menstruantes” y los hombres hasta son mandados a redefinir su masculinidad por “tóxica”, donde se habla de “fluidez de género”, transhumanismo y cualquier perversión existente en el diccionario, es hora como nunca, de defender lo que somos y como nacimos por naturaleza.
¡La sensatez no se puede perder!
Nadie nace en cuerpo equivocado, nadie merece ser olvidado en la historia como un “sin nombre” bajo una lápida genérica, por no dejar.
Di su nombre, mantén y defiende tu identidad.
¡Hasta la próxima!
By: Jennifer Barreto-Leyva
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